dimarts, 6 de març del 2012

¿Por qué decimos sexo cuando queremos decir género?

Ante la polémica desatada por la publicación del excelente, riguroso y comedido artículo del académico Ignacio Bosque, "Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer", que analiza algunas guías de uso no sexista del lenguaje publicadas en nuestro país, uno no se queda perplejo porque los niveles de asombro necesarios para conseguirlo se han disparado hasta las nubes. Gentes de toda condición han sido requeridas para que opinaran al respecto y a fe mía que lo han hecho con profusión de adjetivos y argumentos. Se han publicado artículos ponderados y atinados y otros a mi juicio desenfocados. Desde que se conoció el estudio, he leído y oído cosas inteligentes; también he podido escuchar y leer otras menos sostenibles e incluso algunas sandeces. A estas alturas, ya no sorprende tampoco que personas altamente formadas se empecinen en confundir sexo y género o pretendan erradicar el sexismo de las sociedades humanas a golpe de gramática.

La cuestión fundamental es bastante simple. El lenguaje es un sistema simbólico que representa la realidad. Por tanto, la realidad se ve en cierto modo reflejada en el lenguaje y éste, a su vez, incide en ella o la modifica. Así es, como resulta evidente. Cuando yo digo 'árbol', induzco en la mente de quien me escucha la construcción de la imagen de un árbol (es decir, del objeto que su imaginación construya en adecuación al concepto evocado en su mente por la palabra 'árbol'). Será un pino o una encina, un ciprés o un roble lo que su imaginación construya; en cualquier caso, será la imagen o proyección mental de un árbol. Lo mismo ocurrirá si se trata de una ballena o de una cafetera. Lo único que somos incapaces de imaginar es aquello de lo que no hayamos tenido previamente una percepción, como determinó el bendito David Hume. Así, por ejemplo, alguien que jamás hubiera visto y no tuviera por tanto ninguna idea preconcebida del meteoro 'nieve', no podría imaginar la nieve. O, más fácilmente inteligible: para un ciego de nacimiento, no hay posibilidad de imaginar algo como de color amarillo o rojo. De manera, pues, que el lenguaje dice lo que hay efectivamente (no hay palabra para nieve en las lenguas caribe, ni para selva en la de los inuit árticos) y también dice lo que no hay pero podría haber a base de recombinaciones de lo que de la realidad conocemos. Dragones voladores, unicornios, montañas de oro y políticos honrados podrían ser ejemplos de recombinaciones de ideas que expresan quimeras (con lo cual no pretendo decir que no exista ningún ejemplar).

De la misma manera, si un grupo humano está históricamente constituido de manera que los hombres tengan una clara preeminencia social sobre las mujeres en la vida pública, el lenguaje reflejará ese estado de cosas. Decimos 'el ama de casa' y no 'el amo de casa' porque tradicionalmente las mujeres se han ocupado de la economía doméstica; como decíamos 'el juez', 'el abogado', 'el médico' y 'la enfermera' hasta que las juezas, las abogadas, las médicas y los enfermeros fueron desembarcando en la judicatura y la sanidad. Hace algunos años, en nuestro idioma, era alcaldesa la mujer del alcalde y jueza, la del juez (y generala, la del general); hoy, hay muchas alcaldesas y juezas que ejercen realmente el cargo (pero todavía no hay generalas, creo). ¿Deberíamos decir 'amo de casa', 'médica' y 'alcalda' o 'alcaldesa' igual que decimos 'enfermero' o 'abogada'? Pues probablemente sí, aunque suene raro. En ese punto, se hace necesaria la intervención de la autoridad lingüística, es decir de la Academia de la Lengua (RAE), puesto que es la institución competente para fijar los vocablos más adecuados, de entre los que se utilizan, a los nuevos conceptos. Es cierto que la RAE es un organismo de muy rancio abolengo, tremendamente conservador y que procede despacio en sus innovaciones; demasiado despacio, quizá. Por lo que no es malo en absoluto que otras instancias propongan soluciones para que sean debatidas públicamente. Eso es lo que pretendían las guías de uso de la lengua estudiadas por el académico Bosque, supongo. El problema estriba en que el sesgo de corrección política de estricta observancia del que adolecen muchas de esas guías hace, en muchos casos, antieconómicas y asombrosas las soluciones que proponen. Sin llegar al archiconocido disparate de Bibiana Aído "los miembros y las miembras de esta comisión", a menudo se desdoblan vocablos de manera ambigua ("las asistentas y los asistentes al acto"), se crean circunloquios sorprendentes ("personas de color", en lugar de 'negros', 'blancos' o cualquier otra referencia a la tonalidad aproximada de la piel) o se funden en una expresión unisex sin ton ni son (verbigracia, 'alumn@s'). Urge un regreso al sentido común gramatical de los agentes sociales.

Unos párrafos más arriba he hablado de árboles, ballenas y cafeteras. ¿Alguno de ustedes ha pensado en sexo? No parece razonable, la verdad. 'Árbol' es una palabra (no un palabro) de género masculino (m.) y 'ballena' y 'cafetera' son de género femenino (f.). Una secuoya (f.) es un árbol (m.) y una cafetera (f.) sirve para hacer café (m.). Si nos referimos a una ballena macho, seguimos diciendo que es una ballena (f.), no un balleno, término que no incluye el diccionario. No hay sexo en la gramática, sino sólo género. Una ojeada a la gramática de otras lenguas ayuda a entender mejor que son conceptos distintos, por si hiciera falta. Otra cosa es que utilicemos el lenguaje para hablar de sexo, para discriminar por razón del sexo o para insultar poniendo como excusa el sexo. Precisamente porque son lamentablemente frecuentes aún, hay que perseguir las actitudes sociales sexistas empezando por la base, la educación, pero no hay que confundir el sexo con el género o, si lo prefieren, el culo con las témporas. Uno de los artículos que más me ha gustado al respecto es "¿Qué ganamos las mujeres?", de Milagros del Corral (EL PAÍS, 6/03/12). La filósofa Amelia Valcárcel sintetiza de maravilla la solución al dislate con un escueto y sabio "la gramática no es la vida". Pues eso.