“…among the greatest
of American heroes —not just of his time, but of all time. And when Neil
stepped foot on the surface of the moon for the first time, he delivered a
moment of human achievement that will never be forgotten.”
Con estas palabras se refirió el Presidente de los Estados Unidos de América
(EUA), Barack Obama, al recientemente fallecido Neil Armstrong, el astronauta
que se convirtió el 20 de julio de 1969 en el primer ser humano en pisar la
Luna. Quizá pueda parecer una de esas exageraciones a las que son tan proclives
los políticos cuando hablan en público, pero lo que sí es cierto es que Neil Armstrong
encarna y simboliza como pocos la potencia del ingenio y la voluntad humanos.
De lo formidable que fuera el reto de ir a la Luna y lo
inverosímil de su exitosa culminación no se ha hablado quizá lo bastante, pero
parece ser que las probabilidades de la tripulación se igualaban bastante para
las dos únicas posibilidades que realmente se contemplaban: alcanzar el
objetivo o morir en el empeño. Fifty-fifty,
por decirlo en el idioma de los protagonistas de la misión. Salió bien y ya
nadie parece acordarse de los riesgos que entrañaba al filo de los setenta ─con
unas tecnologías de materiales e informática que distaban muchísimo de las
actuales─ salir de la atmósfera terrestre, viajar más de 400.000 km por el
espacio exterior, alunizar en la superficie de nuestro satélite y salir del
módulo lunar Eagle para dar un paseo
y recoger muestras; luego, despegar de Selene y reunirse con la nave nodriza pilotada
por Collins que se había mantenido en órbita para poder regresar a la Tierra,
donde quedaba lo más difícil de la misión: la entrada en la atmósfera terrestre
a una velocidad meteórica donde la fricción del aire debía frenar la cápsula antes
de su no tan suave caída en paracaídas en algún punto del océano Pacífico. El
riesgo de ignición y desintegración en toda maniobra de reingreso a la
atmósfera es ciertamente muy alto. Sin embargo, todo salió a pedir de boca y
hoy lo recordamos con razón como uno de los mayores logros de la ciencia y la
tecnología que ha desarrollado el ser humano en su periplo por el planeta azul.
Por unos u otros motivos, con suma frecuencia se hace
referencia a ese episodio culminante del siglo XX. En esta ocasión ha sido la luctuosa
noticia de la muerte de Neil Armstrong la que ha vuelto los focos de nuevo
hacia la carrera espacial de los 60. El realismo sobre las causas políticas y
militares que permitieron el acelerón de la Agencia Espacial Norteamericana (NASA,
en sus siglas en inglés) en la competición con la desaparecida Unión Soviética
(URSS) no debería ser óbice para preservar el mérito de la investigación
científica pura, el desarrollo tecnológico y el romanticismo aventurero que
tantas veces ha sido enmascarado por los intereses económicos o estratégicos.
Es cierto que el mayor interés del gobierno de John Fitzgerald Kennedy cuando
se conjuró en 1961 para llegar a la Luna antes de que finalizara la década de
los sesenta era político-militar. Quien dominara los cielos cobraría sin duda
ventaja en la carrera armamentística que comandaban las dos grandes potencias
de la Guerra fría. Y los cielos ya no quedaban acotados en los 100 km de esa
fina película atmosférica que nos permite respirar y nos protege de las
radiaciones cósmicas del exterior. La pequeña sonda soviética Sputnik inició
los vuelos en el espacio exterior y, desde entonces, ya nada volvió a ser
igual. Orbitaron la Tierra naves tripuladas y se fijó la Luna como meta. La
inversión en dinero y talento para lograr ese objetivo tenía que ser descomunal
y sostenida en el tiempo. Esa batalla, ahora lo sabemos, sólo podían ganarla
los EUA. La URSS no disponía de los recursos económicos necesarios (¡hasta el
4,4% del PIB de la primera potencia mundial, se merendó el programa Apollo en algunos momentos!), de la masa
crítica de talentos ni, por qué no decirlo, de la capacidad para conjuntar
todas las piezas en un proyecto ilusionante para una nación entera. Con todos
sus fallos y los demasiado frecuentes casos de manipulación de la opinión
pública y corrupción que exuda el sistema democrático, adolece de las
malformaciones genéticas que caracterizan a los totalitarismos, entre los
cuales ha destacado especialmente el soviético por su extrema dureza y por su
enconada incomprensión de la naturaleza humana. Una dictadura sirve mucho mejor
que una democracia para mandar al matadero del campo de batalla a millones de
soldados, pero no para generar libremente entusiasmo por un proyecto
compartido. Las misiones espaciales constituyen un claro ejemplo de ello.
El programa Apollo
involucró a más de 400.000 personas durante casi una década; prácticamente una
por cada kilómetro que separa la Tierra de la Luna. Cuando Neil Armstrong apoyó
su pie sobre la polvorienta regolita lunar para imprimir su huella indeleble en
ella ejerció de vicario de todo ese ejército de colaboradores necesarios. No
creo que haya habido ningún otro proyecto humano que haya precisado de una tan
alta inversión de intelecto, tecnología y dinero como el programa Apollo. La construcción de las pirámides
en el Antiguo Egipto, que quizá sí implicó a más individuos y por supuesto
durante muchísimas más horas de trabajo que el programa espacial, no precisó ni
mucho menos de la inteligencia, la inventiva y el espíritu resolutivo de
decenas de miles de personas: bastaron unos pocos ingenieros y arquitectos para
diseñarlas y algunos centenares de maestros de obra y artesanos para
realizarlas. La mayor parte de las tal vez decenas de miles de obreros aportó su
mera fuerza bruta y trabajo en el sentido más mecánico. Sin embargo, el
proyecto Apollo precisó de una
ingente cantidad de técnicos altamente especializados.
Parece fuera de toda duda razonable que la punta de lanza
de ese complejo entramado eran los equipos de astronautas. Ellos eran los que arriesgaban
sus vidas para lograr llevar a cabo el objetivo de la misión a cambio de tener
el privilegio de ver la Luna de cerca e incluso de andar por su superficie. El
alto riesgo de muerte que corren los elegidos para la gloria los convierte en
héroes. De hecho, los tres integrantes del equipo Apollo 1 murieron
abrasados en el interior de la cápsula de pruebas, aún en tierra. Ahora bien.
¿Se puede considerar a Neil Armstrong héroe
en mayor medida que a sus compañeros de viaje Buzz Aldrin y Mike Collins? ¿No lo
serían igualmente Aldrin o Collins si hubieran sido ellos y no Armstrong los
designados por el alto mando de la agencia espacial para ser el primero? Estoy
seguro que no fue una elección azarosa. La experiencia de Armstrong en la guerra
de Corea con la US Navy, su formación
como ingeniero aeroespacial y una dilatada práctica como piloto de pruebas en prototipos
supersónicos lo colocaron en disposición de ser el líder de la expedición. A
diferencia de sus dos compañeros de viaje, no era militar; quizá su condición
de civil a sueldo de la NASA contribuyera a inclinar la balanza en su favor. La
toma de decisiones difíciles con rapidez y responsabilidad exige autoridad
moral sobre el grupo y parece que Armstrong la tenía. Sólo algún infortunado
avatar ─para él, no para quien fuera el encargado de suplirlo─ habría hecho
introducir cambios en los planes iniciales. Pero los avatares ocurren, como
todos sabemos muy bien.
Podría aducirse algo que parecería reducir la dimensión heroica
de los astronautas. A diferencia de otros héroes, como puedan ser guerreros o exploradores
─y quizá por la naturaleza misma de lo que exploran─ toman parte en un
proyecto; pero no es su proyecto: no lo dirigen, no lo animan y ni siquiera lo
idearon. Los astronautas son la parte más visible y vistosa, por lo menos la
parte humana más eminente. Los
enormes cohetes Saturno ideados por Wernher von Braun (sí, el mismo ingeniero
aeronáutico alemán que había diseñado las bombas volantes V-2 para Hitler) son
mucho más aparatosos, pero nadie cuerdo se identificaría con un cohete mientras
que sí lo haría ─en realidad, lo hemos hecho todos─ con nuestros héroes de
carne y hueso. Sin esos cohetes de más de 100 m de altura no hubiera sido
posible conseguir la aceleración necesaria para escapar de la gravedad
terrestre, y parece ser que sin el concurso de Von Braun no se hubiera logrado
construirlos; por lo menos, no entonces. En fin, por más méritos que se le
quiera reconocer a Armstrong, es posible que cualquiera de los otros treinta y un
astronautas seleccionados y entrenados en el programa Apollo estuviera tan capacitado e ilusionado como él para llevar a buen
puerto la misión… con aproximadamente las mismas probabilidades de éxito: sobre
el 50%, según dicen. Pero fue él el designado y eso debe bastarnos.
Tomemos como contraejemplo para testar la heroicidad de
Armstrong el caso de Cristóbal Colón, primer navegante ─al menos, el primero del
que tengamos noticia─ que llegó al continente que se conocería unos años
después como América y luego volvió para contarlo. Decimos, para simplificar,
que Colón descubrió América. (La frase tiene retranca, desde luego, pero no me
voy a centrar ahora en las mistificaciones que encierra.) Lo que quiero
resaltar es que Colón, de quien no se conoce a ciencia cierta la nacionalidad,
ciudadanía o procedencia ─a diferencia de Armstrong, nacido en Ohio y descendiente
de escoceses y alemanes; norteamericano de pura cepa, vamos─, sí ideó, animó y
dirigió su proyecto. Colón, ya fuera genovés, catalán o griego, tuvo una visión:
“se puede llegar al este navegando hacia el oeste” o, lo que viene a ser lo
mismo, dispuso de la información reservada necesaria para vislumbrarla. Para
llevar a cabo la expedición, buscó financiación con ahínco en los reinos de su
época más proclives a dársela. La Corona de Castilla decidió arriesgarse e
invertir en el viaje y Colón pudo adentrarse en el Atlántico con tres naves enfilando
el ocaso en busca de la tierra del sol naciente. Bien, sin el empeño de Colón,
la expedición a América no hubiera tenido lugar; no en ese momento, al menos.
Sin Armstrong, en cambio, otro pie hubiera pisado la Luna seguramente en el
mismo instante en que lo hizo el suyo. Algo análogo al caso de Colón ocurre con
Alejandro Magno y la fundación de su imperio o con Martin Luther King y Nelson
Mandela en la lucha contra el apartheid. Todos son héroes en un sentido mucho
más propio que Armstrong, puesto que de su espíritu emana la fuerza de su misión.
No obstante, sea o no un héroe, lo que Armstrong tuvo
ocasión de hacer con 38 años fue realizar el sueño que miles de millones de
seres humanos (y no sé si incluso de otros animales) han anhelado a lo largo de
milenios. Él tuvo la oportunidad y supo estar a la altura (nunca mejor dicho)
de ser el primero en hollar la Luna. El primero que nosotros sepamos; y en un
sentido (aquí, ¡sí!) mucho más propio que Colón en las Indias occidentales.
Desde mi infancia, cuando viví ese intenso y emotivo momento en directo con
extraña lucidez y plena consciencia de estar contemplando un hito histórico, no
he podido mirar jamás la Luna sin pensar en las huellas y restos de nuestra
presencia que aloja. Y muy en particular en la archifamosa imagen, divulgada
por doquier, de la primera pisada de Armstrong. No parece justo que los otros diez seres humanos que han caminado sobre la Luna después de Armstrong y Aldrin, en cinco misiones
exitosas de las seis que siguieron al Apollo 11 (falló la 13, ¡vaya por Dios!),
no gocen ni remotamente de la fama del pionero. ¡Ni siquiera su
compañero de cordada Buzz Aldrin, quien se apeó del módulo apenas unos minutos
después que Armstrong! Pero así son las cosas en el mundo de la alta
competición. Recordemos que, en el fondo, se trataba de una carrera… aunque fuera
espacial. Por no decir lo desdichados que nos parecen a su lado los otros doce
astronautas agraciados con el viaje alucinante y que han orbitado la Luna. Los
pobres tuvieron que resignarse a verla desde unos pocos
quilómetros de altura. ¡Pero hombre!, si posaron sus ojos sobre el rostro
oculto de Diana. ¡¿Cómo que tuvieron que
resignarse?!
Sean o no esos astronautas unos héroes, ¿saben qué pienso
en realidad? ¡Quién fuera uno de ellos!