Ha
ocurrido algo esta semana que ha logrado relegar a un segundo plano la
información sobre la grave crisis económica que sacude a España. Ni siquiera la
expropiación de YPF a Repsol por parte del Gobierno de la República Argentina
ha tenido toda la atención que hubiera merecido en otro momento. No es que el
asunto del Cono Sur sea baladí, ¡qué va! Aunque Repsol sea una empresa privada,
representa los intereses de España en materia energética y es una petrolera de
referencia incluso en Europa. Sus inversiones en Argentina no son moco de pavo,
como muestra el artículo de Ignacio Vidal-Folch Repsol, ¿fiera predadora?, que aporta cifras al respecto que
proceden ─¡atención!─ del Instituto Argentino del Petróleo y del Gas (IAPG). No
parece que Cristina Fernández de Kirchner las haya tenido muy en cuenta, a la
hora de tomar su decisión. De cualquier modo, no es mi intención defender a una
multinacional de los combustibles fósiles ni atacar al Gobierno argentino. Por
agresiva que haya sido la acción ejecutada contra Repsol y por más dudosa que
nos parezca desde el punto de vista jurídico, estoy seguro de que aquel
gobierno tendrá sus motivos. No sé cuáles son en realidad, ni si se ajustan a
derecho, ni si los compartiría en el caso de conocerlos; pero los tendrá. Si
no, no lo habría hecho. En unos años, veremos que dice al respecto el Centro
Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), una
institución del Banco Mundial con sede en Washington que es el organismo creado
para arbitrar ese tipo de cuestiones. Me temo que en este caso, como en casi todo, es
inevitable que cada uno arrime el ascua a su sardina y, así como los argentinos
tienden a apoyar a su Presidenta o por lo menos a ser comprensivos con sus
decisiones, los españoles se inclinan mayoritariamente por condenar la acción y
al Gobierno de Buenos Aires en pleno. Aunque no secunden a Rajoy ni a su
equipo. Las banderas deben pesar lo suyo, porque si ambos países pudieran
intercambiar los yacimientos y las empresas, seguramente las opiniones mudarían
al mismo tiempo y en el mismo sentido, ¿no les parece?
Dejemos
tranquilos por ahora a los Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), pero
sigamos en el hemisferio austral. La noticia bomba de la semana nos llegó de
Botsuana, uno de los países más meridionales del continente africano. Hasta
allí se había desplazado nuestro Rey para practicar uno de sus deportes
favoritos: la caza mayor. ¿Y qué es lo mayor que se puede cazar sobre la
tierra? Pues un elefante, efectivamente. Un elefante con su larga trompa y un
buen par de colmillos bien merece un vuelo de casi 10.000 km. ¿Verdad? Por
supuesto que el Rey de España no es el único aficionado del planeta a cazar
elefantes, leones, búfalos, rinocerontes, osos, tiburones, renos o lo que se
tercie pero que sea grande, muy grande. Y si tiene cuernos o grandes colmillos,
mejor que mejor. Hay docenas de personas en el mundo, centenares o miles quizá,
que comparten ese aguerrido hobby. De lo contrario, no existirían empresas que
organizaran safaris para abatir fieras salvajes. Ya se sabe, aunque sólo sea
por las películas y documentales, que se precisan medios materiales, expertos
guías de campo, buenos hoteles con toda clase de servicios de lujo, aeropuertos
cercanos y entretenimiento para las horas o días en los que no es posible
cazar. No es difícil conseguir estas cosas si se dispone del dinero necesario,
y la gente que acude a esos sitios no suele tener problemas de liquidez.
Pero
resulta además que Nuestra Majestad viajó invitado ─parece ser─ por un magnate sirio con buenos contactos en el Golfo pérsico (siempre me ha llamado la atención el parecido de
las voces 'magnate' y 'mangante'; y lo de golfo, por más pérsico que sea,
también tiene lo suyo). Así que Don Juan Carlos no lo pagó de su bolsillo (ni
del nuestro, parece ser). Lo de la repatriación ya debe ser otra cosa, nos
digan lo que nos digan, por comprensibles razones de urgencia y seguridad. Pero
no creo que el problema sea este gasto concreto que, incluso siendo elevado, es
más bien insignificante en el cómputo general de los presupuestos del Estado.
El problema es realmente otro, y por eso ha causado conmoción la noticia del
accidente cinegético del Rey Juan Carlos I. El problema real es: ¿qué hacía el
Rey cazando en África en unos momentos como los que España está viviendo? No
hay respuesta que pueda esquivar la certeza de que la excursión fue una
imprudencia temeraria. Y esa grave imprudencia, a diferencia de los frecuentes
deslices que ha cometido el Rey durante su reinado, le puede costar muy cara.
Su buen hacer el 23 de febrero de 1981 (aunque no todo sean luces sobre lo que
realmente ocurrió esa noche aciaga en la Zarzuela) le dio crédito suficiente
durante tres largas décadas, pero los errores se acumulan y parece que su aura está
llegando al punto de saturación a pasos agigantados.
Desde mi
punto de vista, la imprudencia no consiste tanto en la actividad que estaba
ejercitando como en el hecho de ausentarse del país para un viaje privado de
placer (sí, de placer, puesto que cazar le da placer, al igual que a muchos
otros cazadores) con la que está cayendo dentro y fuera de la Zarzuela. Sé que
lo políticamente correcto es ser animalista y, por tanto, condenar la caza
mayor y la menor, así como cualquier
trato a los animales que les cause sufrimiento o dolor. Pero, aunque yo no sea
cazador y aún me remuerda la conciencia por los pajaritos que maté de niño con
mi escopeta de aire comprimido, entiendo que haya mucha gente que sienta la
llamada del monte, de la selva o del mar como la sintieron nuestros antepasados
predadores durante decenas de milenios. La caza fue, antes que un deporte, una
necesidad vital para nuestra especie de animales carnívoros. El filósofo Jesús
Mosterín, a quien leo con interés y respeto como pensador, publicó un artículo
muy duro sobre el Rey, la caza y las armas titulado La real gana de matar. Con algunos puntos del escrito estoy de
acuerdo y con otros, no. Con la caza me ocurre como con los toros: no me gusta
el espectáculo taurino ni lo sigo; como no me gusta la caza y, en consecuencia,
no soy cazador. No obstante, entiendo que haya gente que disfrute con esas
actividades y respeto sus gustos y sus prácticas. Y puesto que los espectáculos
taurinos y las prácticas cinegéticas están regulados por las leyes, con no
tomar parte yo, me basta.
Al margen
de sus gustos y de los objetos o actividades en los que los encuentre, el Rey
fue terriblemente imprudente por irse de viaje de placer. Daría lo mismo que se
hubiera marchado a esquiar a los Alpes suizos. Eso es todo. Y no es poco. La
Familia Real está en el disparadero por muchos motivos. El más grave, sin duda,
el asunto judicial en el que está envuelto su yerno, Iñaki Urdangarín, por
mezclar los negocios privados con las arcas públicas. El papel del Monarca se
hizo creíble cuando trascendió que años atrás había desterrado familiarmente a
Urdangarín, aunque fuera en el exilio dorado de una sinecura ofrecida por
Telefónica en Washington DC. Pero de todos modos, y casi tangencialmente, las
actividades del yernísimo han salido a la luz. Flaco favor le ha hecho a la
Corona, que cuenta con enemigos poderosos en nuestro país. Uno, que no es
monárquico, como no es taurino ni animalista, siente grima ante algunos de los
que quisieran un cambio en la forma de estado (por descarte, no queda otra que
llamarlos republicanos). Juan Carlos me es mucho más simpático que la mayoría
de ellos, aunque sea un viva la virgen de mucho cuidado y ostente el cetro con
la legitimidad demediada desde que lo empuñara en 1975. Entendámonos: haber
sido designado sucesor por el Caudillo, no es la mejor carta de presentación.
Si la Casa
Real no actúa con cordura y buen criterio, lo que se va a debatir en breve es
si España quiere ser un Reino o una República. El argumento económico no tiene
demasiado peso, aunque el presupuesto de la Casa del Presidente de la República
pudiera ser sensiblemente más bajo que el de la extensísima Familia Real. Si
bien parece cierto que la Sangre azul no cotiza en la bolsa de valores del
siglo XXI, también es verdad que algunos de los países desarrollados más cultos
y prósperos en la actualidad siguen siendo monarquías. Véase el caso de las
admiradas y envidiadas Holanda, Suecia y Dinamarca, el de la todavía gran
potencia mundial Gran Bretaña y el de Noruega, la nación líder hoy, y durante
años, de la clasificación de países según el Índice de Desarrollo Humano (IDH).
Al margen de su supuesto anacronismo, una buena razón argüida por los
monárquicos era que los Reyes contemporáneos habían sido entrenados para
ejercer la Jefatura del Estado en democracia desde la cuna, mientras que
cualquiera puede llegar a ser Presidente de la República en unas elecciones
libres. Algunos, y no sólo los antimonárquicos, creemos que lo primero falla
muchas veces y, aunque lo segundo pueda ser cierto (véase el caso del último
Presidente alemán dimitido o el de Rusia, Venezuela y Cuba, entre muchos
otros), las personas que ejercen la presidencia de una república suelen gozar
de un amplio consenso. El Rey de España acaba de ponérselo en bandeja de plata
a sus enemigos. ¿Sabrán los republicanos sacarle provecho a esta ocasión de oro
sin recurrir a argumentos soeces o a un populismo trasnochado y más propio de
otras latitudes? Pronto lo sabremos. De todos modos, por si el Rey se hubiera
convertido ya en un elefante blanco,
Felipe de Borbón debería ir preparándose para el relevo.