dijous, 13 de desembre del 2012

¿En dónde nos encontramos?


César Molinas ha escrito en su artículo ‘Tendiendo puentes (EL PAÍS, 12/12/12) uno de los mejores análisis que yo haya podido leer del panorama político español tras las elecciones catalanas del 25 de noviembre. Más allá de los datos desnudos y la pura aritmética, que permite mil juegos matemáticos para conseguir que cada uno refleje sus sueños en el arco parlamentario, Molinas disecciona el fondo de la cuestión. La clase política española es la que es (y, muy probablemente, la que nos merecemos que sea). España, y Cataluña en su seno, carecen de proyecto político. En este patético contexto, cualquier escenario futuro es posible. Estoy de acuerdo con él en que el tren soberanista ha entrado en una vía muerta y que Mas será defenestrado tarde o temprano a causa del batacazo convergente en las urnas. En el artículo publicado en este mismo blog bajo el título ‘El surfista y la ola independentista’ me refería a Artur Mas como un intrépido tablista surfeando la gran ola del 11-S, altura desde la que podía aspirar a llegar a la playa o morir en el intento. Bien, pues parece que el 25-N Mas perdió pie y las procelosas aguas del piélago se disponen a tragárselo. Es cierto que más de la mitad del Parlament es de alguna manera nacionalista, pero el nacionalismo de las fuerzas políticas catalanas, e incluso el que se predica dentro de una misma fuerza política o coalición, dista mucho de ser homogéneo. Parafraseando a Aristóteles, 'nacionalismo' se dice de muchas maneras. No significa lo mismo en boca de Artur Mas que en la de Oriol Junqueras. No significa lo mismo para Mariano Rajoy que para Ernest Maragall. Cuando a alguien le interesa resaltar los peligros del nacionalismo, mienta a Adolf Hitler y su nacionalsocialismo; por el contrario, si se quiere conjurar la sinergia constructiva y emancipadora del nacionalismo frente a los imperios, se trae a colación el patriotismo de las Seis Colonias de Nueva Inglaterra, germen de los Estados Unidos de América. No hay muchas armas ideológicas tan cargadas semánticamente como el nacionalismo. En otro momento me ocuparé más extensamente de tan proteico término.
Uno de los ingredientes más representativos del nacionalismo es la lengua. Tener una lengua diferenciada es un argumento fundamental en la mayoría de conflictos entre naciones. Muchos de los pueblos que aspiran a la autodeterminación política tienen como estandarte el idioma propio y la batalla lingüística es a menudo su estrategia principal. Véanse los ejemplos del Quebec en Canadá, de Escocia en el Reino Unido, de Flandes en Bélgica o de Euskadi en España. Cataluña no es una rara avis en el (des)concierto de las naciones. El PP del inefable ministro Wert no puede ser tan torpe como para no darse cuenta de que las aspiraciones de los catalanes con el catalán no son muy distintas de las de los españoles con el español (o castellano, puesto que es el idioma propio de esa antigua parte de España llamada Castilla y en España se hablan otras lenguas que son propias de algún territorio y distintas del castellano). No se puede ignorar la realidad plurilingüe de España imponiendo la lengua que ya es universal para todo español y exigir al mismo tiempo un trato preferencial para el castellano dentro de la Unión Europea (UE) en el asunto de las patentes. Según los datos demográficos, el español es la tercera lengua más hablada en el mundo, tras el chino mandarín y el inglés, pero en la UE sólo es la quinta puesto que -redondeando las cifras de la población de cada estado- con sus 47 millones de hablantes está por detrás del alemán (82), el francés (66), el inglés (61) y el italiano (60). Si por mor de la economía había que reducir a tres los idiomas en que pueden ser presentadas las patentes ante los organismos de la UE, parece que España no tenía demasiadas bazas que jugar; incluso menos que Italia. Sin embargo, por una cuestión de puro y obcecado orgullo nacionalista, España podría quedar fuera del club de las patentes europeas. ¿No constituye esta actitud una flagrante contradicción?
O tempora o mores!