dilluns, 20 d’abril del 2020

Apuntes confinados (día 37)


Apuntes confinados (día 37)

Con 2020, llegó la sorpresa
Hasta que fue identificado por primera vez el 31 de diciembre de 2019 en China, se desconocía cuál era el agente causante de la enfermedad cuyos afectados presentaban síntomas parecidos al SARS. No podían existir, pues, protocolos específicos de actuación. A pesar de la falta de transparencia informativa y de los titubeos iniciales de las autoridades chinas, pronto revelaron que se trataba de una epidemia causada por un coronavirus altamente virulento y aislaron su foco, la provincia de Hubei y su capital Wuhan, para evitar que se siguiera propagando. A pesar de la sorpresa inicial, algunos de los países asiáticos que habían sufrido el ataque del SARS-CoV en 2003 reaccionaron con prontitud. Fue el caso de Corea del Sur, que sometió a gran parte de la población a controles para aislar a los contagiados antes de que aumentara la difusión, y de Taiwán y Hong-Kong. Curiosamente, también de Alemania, único país europeo que parecía haberse preparado para algo de esta naturaleza. Hay que lamentar que las autoridades alemanas no se coordinaron con las del resto de países de la UE para afrontar juntos la crisis que se avecinaba, actitud que deja la política sanitaria común en muy mal lugar. Es cierto que la gran mayoría de países del globo no disponían, ni disponen aún, de los recursos necesarios para llevar a cabo pruebas masivas. Por supuesto, tampoco los tiene España, el país con mayor morbilidad del mundo (0,42%), y el segundo en mortalidad (0,44/‰) únicamente por detrás de Bélgica (0,49/‰), sin que todavía se sepa por qué.
Lo que hemos averiguado
Se sabe que el SARS-CoV-2 saltó a los humanos desde sus huéspedes naturales, los murciélagos, en los atávicos mercados de animales vivos de China, seguramente en noviembre de 2019. Como ya ocurriera con el SARS-CoV en 2002, lo hizo sirviéndose de otro animal como vector –quizá el pangolín. El polímata norteamericano Jared DIAMOND lo denuncia con buenos argumentos en el artículo “El próximo virus”[1]. Conocemos su genoma y la cadena de mutaciones que ha sufrido hasta llegar desde Hubei a cada uno de los cuatro grandes focos epidémicos[2]: Lombardía, Madrid, Barcelona y Nueva York, a los que hay que agregar el área de Londres y Bélgica. Este último país ha superado a Italia como líder mundial en letalidad (14,76%). Con las estadísticas en la mano, parece claro que el virus no muestra la misma agresividad en todas partes ni dejará huellas equiparables en los obituarios y en la economía de todos los países[3].
La morbilidad, mortalidad y letalidad que causa la Covid-19 son enormemente variables incluso en zonas con parecidos grados de industrialización, polución ambiental, densidad de población, etc.; y, en cambio, pueden ser muy parecidas en sociedades donde los hábitos sociales (distancia interpersonal, afectuosidad, convivencia con los mayores, hábitos de alimentación e higiene, etc.) presentan diferencias notables. ¿Por qué el virus se ceba en Lombardía y no en sus regiones vecinas, y socioeconómicamente muy similares, Piemonte y Véneto? ¿Por qué en Nueva York, y no tanto en el resto de Nueva Inglaterra? ¿Acaso Londres es muy diferente de Manchester o Liverpool para los apetitos de un virus? ¿Por qué la incidencia tampoco es homogénea en las grandes áreas urbanas e industriales españolas? Hay que descubrir las razones profundas por las que España ostenta la mayor tasa mundial de morbilidad, la segunda en mortalidad y la sexta en letalidad. Entonces, quizá podamos entender la dinámica de este virus y anticipar qué lugares deberán ser especialmente vigilados y protegidos ante próximas oleadas y cómo habría que hacerlo para minimizar los daños de todo tipo.
Sabemos que el SARS-CoV-2 multiplica exponencialmente su letalidad cuando se coligan la edad avanzada y la preexistencia de ciertas patologías. Sabemos que contagia más a las mujeres (el 53% de los positivos) pero mata casi al doble de hombres (el 60% de los fallecidos). Sabemos que, por lo menos en Chicago, los datos disponibles delatan que pertenecer a las capas socioeconómicas más desfavorecidas (integradas en esa ciudad mayoritariamente por negros) aumenta el riesgo de muerte. Con tamañas evidencias y aun reconociendo que nos queda mucho por aprender sobre los mecanismos de propagación y destrucción de la Covid-19, parece que no se sostiene la repetida tesis de que la pandemia afecta a todos por igual y no se detiene ante rentas, fronteras ni latitudes.
La respuesta más sensata
La acción mayoritaria de los gobiernos más afectados ha consistido en decretar confinamientos más o menos estrictos de la población. Su razonable interés inmediato era evitar el colapso de los sistemas nacionales de salud, prioridad que no puede ser cuestionada. En la fase actual de la pandemia, ningún responsable político en su sano juicio se atrevería a dejar correr libremente el virus a la espera de alcanzar la inmunidad de grupo. Ahora bien, el grado de intensidad del confinamiento es muy diverso. No son pocos los países que permiten a la población salir a la calle, frecuentar los parques para el ocio y acudir al trabajo respetando ciertas normas de seguridad elementales: mantener las distancias, reunirse en pequeños grupos, etc. Hemos podido ver esta semana fotografías del Central Park neoyorquino o de las orillas del río Spree, en Berlín, atestadas de gente tomando el sol o practicando deporte. Es de destacar que en Suecia no se haya suspendido la actividad escolar en ningún momento. Es más, sin conocer a fondo las medidas adoptadas por todos los gobiernos del mundo, dudo que el confinamiento y el control de la población en países alejados de los grandes focos epidémicos, o con una arraigada vida social callejera, sean tan draconianas como la española. No obstante, a pesar de nuestro rigor extremo, tenemos dos de las regiones del planeta más castigadas por el coronavirus: Madrid y Barcelona.
El actual estado de cosas
Las razones que se daban hace unas semanas para considerar la pandemia Covid-19 como muy selectiva siguen siendo válidas con los datos actualizados. El número diario de defunciones por SARS-CoV-2 contabilizadas en el mundo se mantiene estable.[4] El día 18 hubo 6.440 fallecimientos, mientras que diez días antes, el 8 de abril, se habían comunicado 6.419. Entre estas dos fechas, se alcanzaron máximos superiores a 8.000 defunciones y mínimos de poco más de 5.000, variación que no está claro si fue debida a los cambios en el sistema de conteo de cada país o a hechos puntuales. Hay que ser muy prudentes en la interpretación de los datos, puesto que son provisionales además de inciertos. La pandemia sigue su curso y las gráficas podrían presentar desviaciones en cualquier momento. Por ahora sólo podemos aventurar que las cifras totales diarias apenas aumentan, lo cual es mucho tratándose de una enfermedad tan virulenta. Dicha tendencia debería animar al optimismo, aunque sólo sea de forma transitoria.[5]
Dentro de la gravedad de la situación, hay otro indicador positivo en términos globales: la pandemia sigue sin mostrarse mortífera lejos del Paralelo 40 N. De los 6.460 fallecimientos contabilizados el 18 de abril, 5.605 fueron aportados por 9 países alineados en las cercanías de esa latitud: Estados Unidos (1.840), Reino Unido (1.112), Francia (642), España (637), Italia (482), Bélgica (290), Alemania (186), Holanda (142) e Irán (73). Con apenas el 10% de la población del planeta, estas naciones soportaron dicho día el 86,76% de las muertes por coronavirus. Por fortuna, los países de otras latitudes siguen sin subirse a la cresta de la ola de contagios. Ojalá sigan así.
Una propuesta racionalista
Con la venia de epidemiólogos, virólogos, preventivistas, salubristas y demás expertos en salud pública, mi humilde opinión es que la estrategia de las autoridades sanitarias y políticas del mundo ante la Covid-19 -seguramente la única factible en ese momento- quizá no haya sido la ideal. Convengamos que es mejor prevenir que curar. El éxito de países como Corea del Sur, Taiwán y Alemania al someter a sus ciudadanos a un control masivo debe servir de modelo en el futuro. Hemos aprendido que hay que estar preparados y bien provistos de los recursos adecuados. Por cierto, una gran parte de las muertes, y no solo en España, se han producido en las residencias de ancianos. Es muy probable que el coronavirus haya sido introducido en ellas por los cuidadores más que por los familiares quienes, según parece, acuden con menor frecuencia de la deseable. Los centros que vieron venir el peligro, prepararon a sus empleados y se aprovisionaron para aislarse no han sucumbido a la calamidad. Esta es la buena praxis.[6]
Tal como argumenté en este mismo blog en “Pánico ante una pandemia menor” (29/3/20), parece racional pensar que un confinamiento inverso hubiera sido más eficaz para la supervivencia y mucho menos oneroso para la economía. Mantener aislados a los ancianos y a todos los individuos pertenecientes a grupos de riesgo, aunque se trate de varias decenas de miles de personas, no es lo mismo que confinar en casa a millones de ciudadanos y estrangular la economía. No se trata de una eugenesia social o de una eutanasia encubierta de los ancianos más vulnerables, como han querido interpretar maliciosamente Vox y otros, sino de aislarlos en buenas condiciones para protegerlos del contagio y cuidar mejor de su salud.
La amenaza del SARS-CoV-2 se neutralizará cuando se logre sintetizar una vacuna efectiva, en no menos de doce o dieciocho meses, o el virus deje de propagarse con el tiempo al conseguirse la inevitable inmunidad de grupo. Además de llevar la luctuosa contabilidad, comparar gráficas y extrapolar los datos, los expertos y los políticos deberían estar diseñando nuevos protocolos de actuación que permitiesen defender mejor el interés general de la humanidad. Por la cuenta que le trae, apuesto a que la industria farmacéutica está investigando a toda marcha. Lo que está claro es que no se podrá paralizar la economía mundial cada vez que aparezca una pandemia; o acabaremos con la rabia matando al perro. Tal como alerta Yuval Noah HARARI en su artículo “En la batalla contra el coronavirus, la humanidad carece de líderes”[7], el problema no es tanto la propia pandemia -mucho menos letal que otras que ha padecido el género humano- como la falta de cooperación y liderazgo internacionales.
Por si fuera poco, Donald Trump acaba de congelar la aportación de los EUA a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Menos mal que la Fundación de Bill y Melinda Gates se ha comprometido a subvenir el 50% de la cantidad que correspondería a Washington. En un caso de interés general como éste, la iniciativa privada tiene que acudir al rescate de la OMS por la mezquindad de un gobierno. ¡Así va el mundo!

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