dimecres, 15 d’abril del 2020

Un poco de perspectiva histórica

Los clásicos sirven de alivio para la congoja porque ayudan a relativizar cualquier circunstancia. Tito Livio (Padua 64/59 a.C-17 d.C.) es el historiador de la Roma monárquica y republicana por antonomasia. En las Décadas, narró de manera prolija lo acaecido desde que Rómulo fundara Roma en 753 hasta el año 9 a.C., cuando el inmenso territorio cruentamente conquistado durante siglos por los belicosos romanos era gobernado por Octavio Augusto, su primer emperador.
En todo ese tiempo, las encarnizadas guerras contras los vecinos latinos, etruscos, sabinos y volscos; las campañas frente a las naciones galas, los griegos y macedonios, los cartagineses y los íberos; las expediciones contra los germanos, etc. fueron tan constantes como la llegada de la primavera. Poco a poco, los pueblos colindantes iban siendo asimilados por Roma y las fronteras de la República se ampliaban hasta superar los límites de la península itálica y bordear todo el mediterráneo, llegar a los confines de Asia y, más allá de las Galias, hasta el Rin y Britania. Al igual que las guerras, también las epidemias, las hambrunas y los terremotos eran frecuentes. Hacia 410 a.C. acaeció la epidemia que Tito Livio cuenta así:
(…) A un año tranquilo por la moderación de los tribunos le sucedió, bajo el consulado de Quinto Fabio Ambusto y Gayo Furio Pacilo, el del tribuno de la plebe Lucio Icilio. Este, en el mismo principio del año, como si fuera una obligación de su nombre y familia, promovía sediciones con la presentación de leyes agrarias. Pero se destapó una epidemia, más amenazadora que perniciosa, que trasladó los pensamientos de la gente del foro y de los enfrentamientos políticos a sus familias y a cuidar de su salud corporal. Se cree que fue menos dañosa de lo que habría sido una sedición. Librada de ella la ciudad con muchos enfermos y muy pocos funerales, al año de la epidemia siguió la escasez de alimentos, como suele suceder, a causa del abandono del cultivo y de los campos, bajo los cónsules Marco Papirio Atratino y Gayo Naucio Rútilo. El hambre habría resultado más penosa que la epidemia si no se hubiera subvenido a abastecerse con el envío de unas comisiones para adquirir el trigo por todos los pueblos que habitan a orillas del mar etrusco y en torno al Tíber. Los samnitas, que tenían entonces Capua y Cumas [Campania], con manifiesta arrogancia, impidieron comprar a los enviados; por el contrario, los tiranos de los sículos [Sicilia] les ayudaron con benignidad; los más cuantiosos suministros los trajo el Tíber, con el apoyo de Etruria. Los cónsules experimentaron la falta de gente en una ciudad enferma, cuando al no encontrar más que un senador por comisión se vieron obligados a agregar dos caballeros cada una. Fuera de la enfermedad y de la cuestión de los abastecimientos no hubo en esos dos años ningún problema interior o externo. Pero cuando desaparecieron esas preocupaciones, volvió todo lo que solía perturbar la vida de la ciudad: la discordia interior y la guerra que estalló fuera.[1]
Esta epidemia fue una de las muchas que soportaron Roma y el mundo antiguo; en realidad, una más de las que han diezmado a la humanidad en todas las épocas. La mortaldad causada fue menor que los efectos económicos que ocasionó. Cuando llegó el hambre, los pueblos vecinos reaccionaron con generosidad desigual, si bien siguiendo un mismo patrón: la defensa de lo que cada uno consideraba su propio interés. Éste podía consistir en socorrer a los romanos, pensando en congraciárselos (Etruria y Sicilia), o en negarles el pan y la sal para mantenerlos debilitados (Campania). Cuando la plaga desapareció, se regresó de inmediato a la normalidad acostumbrada. Salvando las enormes distancias que nos separan del s. V a.C. en materia de demografía y territorio afectado, escala económica, conocimientos científicos y recursos técnicos, no es razonable esperar grandes diferencias en lo que se refiere a la naturaleza humana.
Introduciendo leves cambios en el texto, es fácil trazar los paralelismos entre la situación actual y lo ocurrido en la República de Roma en el año 410 a.C. (o el 343 ab urbe condita de su cómputo). En los casi dos milenios y medio transcurridos desde entonces, el progreso en los medios materiales de vida ha sido enorme, pero la condición humana sigue invariable. Me temo que aquellos que auguran grandes cambios en los usos sociales y políticos tras la Covid-19 van a quedar desilusionados. Por lo menos, así lo sugiere la tímida reforma de la regulación financiera internacional después de la terrible crisis económica iniciada en los EUA con las hipotecas subprime en 2007. En septiembre de 2008, el presidente francés Nicolas Sarkozy dijo que era una ocasión de oro para refundar el capitalismo sobre bases éticas, mas todo siguió igual y las burbujas económicas se hincharon por doquier. Cuanto más acuciante es el presente, más se acorta la memoria; y el de hoy es frenético como ninguno. Con razón parece que siempre empecemos de nuevo.



[1] TITO LIVIO, Décadas o Ab urbe condita libri (Libro IV, cap. 52).

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